Selección de poemas de Rosalía de Castro

MARGARITA

1

¡Silencio, los lebreles
de la jauría maldita!
No despertéis a la implacable fiera
que duerme silenciosa en su guarida.
¿No veis que de sus garras
penden gloria y honor, reposo y dicha?

Prosiguieron aullando los lebreles…
-Los malos pensamientos homicidas!-
y despertaron la temible fiera…
-¡la pasión que en el alma se adormía!-
Y ¡adiós! en un momento,
¡adiós gloria y honor, reposo y dicha!

2

Duerme el anciano padre, mientras ella
a la luz de la lámpara nocturna
contempla el noble y varonil semblante
que un pesado sueño abruma.

Bajo aquella triste frente
que los pesares anublan,
deben ir y venir torvas visiones,
negras hijas de la duda.

Ella tiembla…, vacila y se estremece…
¿De miedo acaso, o de dolor y angustia?
Con expresión de lastima infinita,
no sé qué rezos murmura.

Plegaria acaso santa, acaso impía,
trémulo el labio a su pesar pronuncia,
mientras dentro del alma la conciencia
contra las pasiones lucha.

¡Batalla ruda y terrible
librada ante la víctima, que muda
duerme el sueño intranquilo de los tristes
a quien ha vuelto el rostro la fortuna!

Y él sigue en reposo, y ella,
que abandona la estancia, entre las brumas
de la noche se pierde, y torna al alba,
ajado el velo…, en su mirar la angustia.

Carne, tentación, demonio,
¡oh!, ¿de cuál de vosotros es la culpa?
¡Silencio…! El día soñoliento asoma
por las lejanas alturas,
y el anciano despierto, ella risueña,
ambos su pena ocultan,
y fingen entregarse indiferentes
a las faenas de su vida oscura.

3

La culpada calló, mas habló el crimen…
Murió el anciano, y ella, la insensata,
siguió quemando incienso en su locura,
de la torpeza ante las negras aras,
hasta rodar en el profundo abismo,
fiel a su mal, de su dolor esclava.

¡Ah! Cuando amaba el bien, ¿cómo así pudo
hacer traición a su virtud sin mancha,
malgastar las riquezas de su espíritu,
vender su cuerpo, condenar su alma?

Es que en medio del vaso corrompido
donde su sed ardiente se apagaba,
de un amor inmortal los leves átomos,
sin mancharse, en la atmósfera flotaban.

Sedientas las arenas, en la playa
sienten del sol los besos abrasados,
y no lejos, las ondas, siempre frescas,
ruedan pausadamente murmurando.
Pobres arenas, de mi suerte imagen:
no sé lo que me pasa al contemplaros,
pues como yo sufrís, secas y mudas,
el suplicio sin término de Tántalo.

Pero ¿quién sabe…? Acaso luzca un día
en que, salvando misteriosos límites,
avance el mar y hasta vosotras llegue
a apagar vuestra sed inextinguible.

¡Y quién sabe también si tras de tantos
siglos de ansias y anhelos imposibles,
saciará al fin su sed el alma ardiente
donde beben su amor los serafines!

LOS TRISTES

1

De la torpe ignorancia que confunde
lo mezquino y lo inmenso;
de la dura injusticia del más alto,
de la saña mortal de los pequeños,
¡no es posible que huyáis! cuando os conocen
y os buscan, como busca el zorro hambriento
a la indefensa tórtola en los campos;
y al querer esconderos
de sus cobardes iras, ya en el monte,
en la ciudad o en el retiro estrecho,
¡ahí va!, exclaman, ¡ahí va!, y allí os insultan
y señalan con íntimo contento
cual la mano implacable y vengativa
señala al triste y fugitivo reo.

2

Cayó por fin en la espumosa y turbia
recia corriente, y descendió al abismo
para no subir más a la serena
y tersa superficie. En lo más íntimo
del noble corazón ya lastimado,
resonó el golpe doloroso y frío
que ahogando la esperanza
hace abatir los ánimos altivos,
y plegando las alas torvo y mudo,
en densa niebla se envolvió su espíritu.

3

Vosotros, que lograsteis vuestros sueños,
¿qué entendéis de sus ansias malogradas?
Vosotros, que gozasteis y sufristeis,
¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?
Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos
son como niebla que disipa el alba,
i qué sabéis del que lleva de los suyos
la eterna pesadumbre sobre el alma!

4

Cuando en la planta con afán cuidada
la fresca yema de un capullo asoma,
lentamente arrastrándose entre el césped,
le asalta el caracol y la devora.

Cuando de un alma atea,
en la profunda oscuridad medrosa
brilla un rayo de fe, viene la duda
y sobre él tiende su gigante sombra.

5

En cada fresco brote, en cada rosa erguida,
cien gotas de rocío brillan al sol que nace;
mas él ve que son lágrimas que derraman los tristes
al fecundar la tierra con su preciosa sangre.

Henchido está el ambiente de agradables aromas,
las aguas y los vientos cadenciosos murmuran;
mas él siente que rugen con sordo clamoreo
de sofocados gritos y de amenazas mudas.

¡No hay duda! De cien astros nuevos, la luz radiante
hasta las más recónditas profundidades llega;
mas sus hermosos rayos
jamás en torno suyo rompen la bruma espesa.

De la esperanza, ¿en dónde crece la flor ansiada?
Para él, en dondequiera al retoñar se agosta,
ya bajo las escarchas del egoísmo estéril,
o ya del desengaño a la menguada sombra.

¡Y en vano el mar extenso y las vegas fecundas,
los pájaros, las flores y los frutos que siembran!
Para el desheredado, sólo hay bajo del cielo
esa quietud sombría que infunde la tristeza.

6

Cada vez huye más de los vivos,
cada vez habla más con los muertos
y es que cuando nos rinde el cansancio
propicio a la paz y al sueño,
el cuerpo tiende al reposo,
el alma tiende a lo eterno.

7

Así como el lobo desciende a poblado,
si acaso en la sierra se ve perseguido,
huyendo del hombre que acosa a los tristes,
buscó entre las fieras el triste un asilo.

El sol calentaba su lóbrega cueva,
piadosa velaba su sueño la luna
el árbol salvaje le daba sus frutos,
la fuente sus aguas de grata frescura.

Bien pronto los rayos del sol se nublaron.
la luna entre brumas veló su semblante,
secóse la fuente, y el árbol nególe,
al par que su sombra, sus frutos salvajes.

Dejando la sierra buscó en la llanura
de otro árbol el fruto, la luz de otro cielo;
y a un río profundo, de nombre ignorado,
pidióle aguas puras su labio sediento.

¡Ya en vano!, sin tregua siguióle la noche,
la sed que atormenta y el hambre que mata;
¡ya en vano!, que ni árbol, ni cielo, ni río,
le dieron su fruto, su luz, ni sus aguas.

Y en tanto el olvido, la duda y la muerte
agrandan las sombras que en torno le cercan,
allá en lontananza la luz de la vida,
hiriendo sus ojos feliz centellea.

Dichosos mortales a quien la fortuna
fue siempre propicia… ¡Silencio!, ¡silencio!,
si veis tantos seres que corren buscando
las negras corrientes del hondo Leteo.

LOS ROBLES

1

Allá en tiempos que fueron, y el alma
han llenado de santos recuerdos,
de mi tierra en los campos hermosos,
la riqueza del pobre era el fuego,
que al brillar de la choza en el fondo,
calentaba los rígidos miembros
por el frío y el hambre ateridos
del niño y del viejo.

De la hoguera sentados en torno,
en sus brazos la madre arrullaba
al infante robusto;
daba vuelta, afanosa la andana
en sus dedos nudosos, al huso,
y al alegre fulgor de la llama,
ya la joven la harina cernía,
o ya desgranaba
con su mano callosa y pequeña,
del maíz las mazorcas doradas.

Y al amor del hogar calentándose
en invierno, la pobre familia
campesina, olvidaba la dura
condición de su suerte enemiga;
y el anciano y el niño, contentos
en su lecho de paja dormían,
como duerme el polluelo en su nido
cuando el ala materna le abriga.

2

Bajo el hacha implacable, ¡cuán presto
en tierra cayeron
encinas y robles!;
y a los rayos del alba risueña,
¡qué calva aparece
la cima del monte!

Los que ayer fueron bosques y selvas
de agreste espesura,
donde envueltas en dulce misterio
al rayar el día
flotaban las brumas,
y brotaba la fuente serena
entre flores y musgos oculta,
hoy son áridas lomas que ostentan
deformes y negras
sus hondas cisuras.

Ya no entonan en ellas los pájaros
sus canciones de amor, ni se juntan
cuando mayo alborea en la fronda
que quedó de sus robles desnuda.
Sólo el viento al pasar trae el eco
del cuervo que grazna,
del lobo que aúlla.

3

Una mancha sombría y extensa
borda a trechos del monte la falda,
semejante a legión aguerrida
que acampase en la abrupta montaña
lanzando alaridos
de sorda amenaza.

Son pinares que al suelo, desnudo
de su antiguo ropaje, le prestan
con el suyo el adorno salvaje
que resiste del tiempo a la afrenta
y corona de eterna verdura
las ásperas breñas

Árbol duro y altivo, que gustas
de escuchar el rumor del Océano
y gemir con la brisa marina
de la playa en el blanco desierto,
¡yo te amo!, y mi vista reposa
con placer en los tibios reflejos
que tu copa gallarda iluminan
cuando audaz se destaca en el cielo,
despidiendo la luz que agoniza,
saludando la estrella del véspero.

Pero tú, sacra encina del celta,
y tú, roble de ramas añosas,
sois más bellos con vuestro follaje
que si mayo las cumbres festona
salpicadas de fresco rocío
donde quiebra sus rayos la aurora,
y convierte los sotos profundos
en mansión de gloria.

Más tarde, en otoño
cuando caen marchitas tus hojas,
¡oh roble!, y con ellas
generoso los musgos alfombras,
¡qué hermoso está el campo;
la selva, qué hermosa!

Al recuerdo de aquellos rumores
que al morir el día
se levantan del bosque en la hondura
cuando pasa gimiendo la brisa
y remueve con húmedo soplo
tus hojas marchitas
mientras corre engrosado el arroyo
en su cauce de frescas orillas,

estremécese el alma pensando
dónde duermen las glorias queridas
de este pueblo sufrido, que espera
silencioso en su lecho de espinas
que suene su hora
y llegue aquel día
en que venza con mano segura,
del mal que le oprime,
la fuerza homicida.

4

Torna, roble, árbol patrio, a dar sombra
cariñosa a la escueta montaña
donde un tiempo la gaita guerrera105
alentó de los nuestros las almas
y compás hizo al eco monótono
del canto materno,
del viento y del agua,
que en las noches del invierno al infante
en su cuna de mimbre arrullaban.

Que tan bello apareces, ¡oh roble!
de este suelo en las cumbres gallardas
y en las suaves graciosas pendientes
donde umbrosas se extienden tus ramas,
como en rostro de pálida virgen
cabellera ondulante y dorada,
que en lluvia de rizos
acaricia la frente de nácar.

¡Torna presto a poblar nuestros bosques;
y que tornen contigo las hadas
que algún tiempo a tu sombra tejieron
del héroe gallego
las frescas guirnaldas!

[…]

15

Alma que vas huyendo de ti misma,
¿qué buscas, insensata, en las demás?
Si secó en ti la fuente del consuelo,
secas todas las fuentes has de hallar.
¡Que hay en el cielo estrellas todavía,
y hay en la tierra flores perfumadas!
¡Sí…! Mas no son ya aquellas
que tú amaste y te amaron, desdichada.

16

Cuando recuerdo del ancho bosque
el mar dorado
de hojas marchitas que en el otoño
agita el viento con soplo blando,
tan honda angustia nubla mi alma,
turba mi pecho,
que me pregunto:
«¿Por qué tan terca,
tan fiel memoria me ha dado el cielo?»

17

Del antiguo camino a lo largo,
ya un pinar, ya una fuente aparece,
que brotando en la peña musgosa
con estrépito al valle desciende.
Y brillando del sol a los rayos
entre un mar de verdura se pierden,
dividiéndose en limpios arroyos
que dan vida a las flores silvestres
y en el Sar se confunden, el río
que cual niño que plácido duerme,
reflejando el azul de los cielos,
lento corre en la fronda a esconderse.

No lejos, en soto profundo de robles,
en donde el silencio sus alas extiende,
y da abrigo a los genios propicios,
a nuestras viviendas y asilos campestres,
siempre allí, cuando evoco mis sombras,
o las llamo, respóndenme y vienen.

18

Ya duermen en su tumba las pasiones
el sueño de la nada;
¿es, pues, locura del doliente espíritu,
o gusano que llevo en mis entrañas?
Yo sólo sé que es un placer que duele,
que es un dolor que atormentando halaga,
llama que de la vida se alimenta,
mas sin la cual la vida se apagara.

19

Creyó que era eterno tu reino en el alma,
y creyó tu esencia, esencia inmortal;
mas, si sólo eres nube que pasa,
ilusiones que vienen y van,
rumores del onda que rueda y que muere
y nace de nuevo y vuelve a rodar,
todo es sueño y mentira en la tierra,
¡no existes, verdad!

20

Ya siente que te extingues en su seno,
llama vital, que dabas
luz a su espíritu, a su cuerpo fuerzas,
juventud a su alma.

Ya tu calor no templará su sangre,
por el invierno helada,
ni harás latir su corazón, ya falto
de aliento y de esperanza.

Será cual astro que apagado y solo,
perdido va por la extensión del cielo,
mudo, ciego, insensible,
sin goces, ni tormentos.

21

No subas tan alto, pensamiento loco,
que el que más alto sube más hondo cae,
ni puede el alma gozar del cielo
mientras que vive envuelta en la carne.

Por eso las grandes dichas de la tierra
tienen siempre por término grandes catástrofes.